Cuando veo una película con Spencer Tracy me acuerdo de uno de mis abuelos. Veo en el actor el rigor del semblante que tenía mi abuelo Luis, los rizos de su pelo blanco, la mirada hundida, la autoridad de la experiencia. Pero esos parecidos no son la única razón por la que sitúo a Tracy en el olimpo de los actores clásicos de Hollywood. Me entusiasma este hombre, la serenidad que transmite, una picardía cariñosa, la del abuelo que casi todos hemos tenido. Y si repaso las 33 películas que he visto de él entre las casi 80 que ha protagonizado (entre 1930 y 1967) no encuentro ni un solo título mediocre, ni una interpretación mejorable; de Furia a Vencedores o vencidos, de Capitanes intrépidos a Adivina quién viene este noche, Tracy siempre sobresale.
Hoy recuerdo a Spencer Tracy (ese hombre que además de su familia tuvo a la gran Katherine Hepburn por el amor de su vida, el ancla para salir a flote de los remolinos del alcoholismo, de lo que escondía entre las sombras) porque después de mucho tiempo he visto una de sus películas, una que antes no había visto: El caso O'Hara (John Sturges, 1951), un buen drama judicial en el que su estrella vuelve a resplandecer desde lo alto. Al verlo, vuelvo a ver también a mi abuelo.
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