Fue un actor de mi infancia. Como lo fueron Cary y Gary, Jimmy Stewart, Errol Flynn, Burt, Paul Newman o John Wayne. El del hoyuelo en la barbilla, decía mi madre: Hoy ponen en la tele una del actor del hoyuelo, Kirk Douglas. En Primera Sesión, con aquella cabecera que se cerraba con los corazones rojos y el rostro de Marilyn multiplicado por cuatro, o en Sábado Noche. Ponían Los vikingos, 20.000 leguas de viaje submarino, Retorno al pasado o Duelo de titanes por las tardes. Y Cautivos del mal, Senderos de gloria, El gran carnaval o El loco del pelo rojo por las noches. Qué grande ese cine.
Como aquellos actores de mi infancia, Kirk era perfecto para cualquier papel que le cayese. Te podía caer más o menos simpático, pero todo lo que hacía, lo hacía bien. No te podías fiar de él: había un cinismo oculto en sus miradas y sus poses que lo hacía temible e irresistible; podía ser un tipo íntegro ante los que tenías que andarte con cuidado. Valía para todo, para hacer de boxeador, investigador, amante, productor de cine, vikingo, justiciero a caballo, periodista sin alma, soldado enfrentado a sus superiores, Van Gogh, Espartaco.
Hoy me acuerdo durante un rato del niño que fui disfrutando de aquellas películas, con mis padres o mis abuelos, más tarde yo solo. Entraba en un mundo que sentía real, del que quería formar parte cubierto por una gabardina o bajo la sombra de un sombrero, en un duelo de pistolas a las puertas de un saloon o en las barricadas. Kirk Douglas estaba allí. Kirk y su hoyuelo estarán siempre ahí. Gracias por tu cine. Por el cine.
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