La música de los Waterboys transmite el éxtasis que traen los subidones de la vida. Uno puede sentirse libre de cadenas en uno de sus estribillos cantados desde la cima de un acantilado, lleno de furiosa alegría cuando se cruzan sus guitarras y violines y brama Mike Scott en la proa de su navío. Muchas de sus canciones me producen estas sensaciones, sobre todo las de los primeros cuatro discos, todos en los años ochenta. Sí, The Waterboys resisten la corrosión que ha dejado la música de aquella década tan borrosa, una década que a ellos los hizo fuertes, ajenos a extravagancias musicales y reacios a la comodidad de venderse al diablo. Integridad, se llama. El cuarto de aquellos álbumes es Fisherman's blues (1988), una obra que suena hoy tan sublime como entonces.
El buen ojo de Dufresne para reciclar discos a través de sus incursiones en las 'charity shops' londinenses me trae este disco a casa. Habían pasado tres años desde This is the sea y Mike y sus chicos, exiliados en Irlanda, eludieron la presión del éxito que les sonreía y dedicaron el retiro a fundirse con la tierra que los acogía y grabar un disco magistral. Desde la hermosa Fisherman's blues y la excitante We will not be lovers hasta la belleza sinuosa de Dunford's fairy. Hoy Scott y los Waterboys se defienden con discos decentes, pero no tan triunfales como Fisherman's blues, aunque no han dejado escapar su integridad, ni su 'big music'.
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