El plomo es un metal cuya característica principal, la pesadez, se puede aplicar a las acciones humanas. Lo plomizo cansa o aburre, no suele ganar adeptos y sí detractores. Se me ocurren unos cuantos músicos cargantes como el plomo de verdad (cada uno tendremos a nuestros preferidos, seguro); el último, la última, en dolerme por el peso que siento encima al escucharla es Lana del Rey.
Ojo, su música no llega a disgustarme, pero los discos que le he escuchado no aguantan dos canciones; el último, por ejemplo, NFR!, tienes dos excelentes, nada más. Su estilo, esa tristeza somnolienta con la que canta y el humo espeso que la envuelve, crean una atmósfera irreal, de ensueño, que encuentro repetitiva. Ella crea en estado ausente, adormecida entre nubes sin alma.
Leo que Lana empezó desde abajo, con humildes inquietudes, y que, gracias a las ventajas que la era digital proporciona a la difusión creativa (y, por vicio, a cualquier estupidez humana), su música se empezó a oír antes en Youtube que en las emisoras de radio o en los sellos discográficos. Eso vendría después, claro (y temas en películas y series de televisión y colaboraciones como invitada en otros discos de gente cool), con el inteligente oportunismo de los medios y los agentes para convertir a Lana del Rey (nacida Elizabeth Woolridge Grant) en una figura, una imagen, un nombre, una idea. Es ahí, en esa creación, en donde veo a esta intérprete como un producto tan artificial como su rostro plastificado, con más aura de misterio y fría lejanía sobre sus hombros que autenticidad en sus genes.
martes, septiembre 10, 2019
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