No se trata
de amor-odio (no creo haberme visto nunca atrapado en este combate de
sentimientos con nada ni con nadie), sino de que en ocasiones me parece la más
grande actriz del cine y otras veces no la soporto. Meryl Streep.
Carrera y
prestigio hacen de ella una institución, un animal de la interpretación capaz
de todo y de más. De lo inimaginable. De emocionarte, irritarte, de hacerte
reír o enfadar, de querer matarla, de querer abrazarla.
En dos
películas recientes ha exhibido una capa más de su asombrosa versatilidad en
escena, la musical. En Ricki y en Florence Foster Jenkins se ha convertido respectivamente
en rockera con carrera de tres al cuarto y sin familia estable y en penosa pero
entrañable cantante de ópera en los años cuarenta en New York. Y en ambos films
está bárbara, salvando el primero y reforzando el segundo, capaz de conmover o
de arrancarte las carcajadas con un gesto, un tic o una mirada entre su
repertorio de recursos.
Odio a Meryl
Streep en películas como Agosto, La duda, Evening o El mensajero del miedo. Pero la
adoro en La dama de hierro, Los puentes de Madison, Memorias de África o
Florence Foster Jenkins.