A mí no, desde luego. Ni el músico ni la persona merecen mayor interés que el ya explotado en exceso. Otros suicidas de traumática existencia como Vic Chesnutt o Elliott Smith no gozan de semblanzas póstumas tan mediáticas como las de Kurt Cobain.
El rock tiene su
morbo. A nuestra música y artistas favoritos los cubre una esfera de mística y
atracción que alimenta cierta adicción por la carnaza y la frivolidad, por los
misterios sin resolver y la truculencia que con tanta frecuencia se descarga en
las praderas del rock and roll. Pero todo morbo tiene su caducidad.
Ahora, 20 años
después de que Kurt Cobain se bajase de este mundo, drogado y deprimido, la
familia del malogrado autoriza un documental con contenidos íntimos y
personales que recrea el entorno en el que el niño se crió y el ambiente en el
que el hombre se formó como músico convertido en figura e icono generacional de
dudoso valor. No he visto el documental, Cobain: montage of heck. ¿Hay alguien
que aún quiere saber qué paso en la vida de Kurt Cobain para que a los 27 años
dejase un patético y lucrativo cadáver?
Me cuesta entender
la perdurable relevancia que tiene Cobain en la música y la cultura
contemporáneas. Su banda, Nirvana, sigue pareciéndome un ejemplo de ‘grupo
apropiado en el momento adecuado’, el producto de una coyuntura y un furioso y
desorientado estado de ánimo más que un nombre capital en la clase noble del
rock. Nevermind está muy bien, sí, lo demás no.
Cualquier
infancia de infortunios y adolescencia de incomunicación no tiene tanta enjundia
como para tratar de comprender qué llevó al difunto, viciado por compañías desaconsejables
y consumos descontrolados, a quitarse la vida. Yo no lo echo nada de menos. Ya me
había olvidado de él.