Los que tenemos apego a esas cosas insignificantes de la vida (unas cuantas películas, algunos más libros, muchos discos) sentimos un escalofrío de dolor angustioso cuando se apaga el proyector que da luz a una sala oscura, al desconectarse para siempre el cable de una guitarra eléctrica o si cae para no volver a subir la verja de una librería. Lume cierra.
Tengo una relación especial con algunas librerías de mi ciudad, unas favoritas sobre otras pero todas templos de placer entre palabras y conversaciones. Empiezas por la recomendación de un libro o la semblanza a un autor, sigues por un debate literario y preguntas y respuestas que te llevan a distintos lugares y acabas hablando de tus hijos y de la vida misma.
Tú eres el cliente, ellos los libreros (las libreras en mi caso). Pasa el tiempo entre novelas y confianzas y tú la consideras más que una librera, ella te ve como alguien más que un cliente. Y un día te llama para decirte que la tienda cierra, que en unos días pone un letrero en la puerta para despedirse tras casi medio siglo vendiendo libros. Y no sabes qué decir mientras te recorre ese escalofrío de angustia.
Tengo muchos libros en casa. Una buena parte los he comprado en Lume o me los han regalado porque los han comprado allí, y yo también he buscado entre sus estanterías alguno adecuado para regalar. Puede que algunos conserven la etiqueta con el sello de la librería estampado en la primera página. Espero encontrar tiempo estos días para volver a Lume para comprar un último libro antes de que sea tarde, antes de que se acabe la tinta de las palabras con las que he crecido.
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