Todos hicimos noche a la intemperie, o casi, para asistir en primera fila a un concierto. Taylor Swift ha estado en España para excitar a sus fans y seducir a interesados con recursos de sobra para exhibir la gira de todas las eras, el espectáculo de su regreso a los grandes espacios donde se junta lo grandilocuente con lo cursi, lo profundo con lo hortera. Por un lado, hemos leído durante días el impacto de lo que genera un show como este (desde movilización de masas a precios por las nubes); por otro, el trabajo me ha puesto en contacto con swifties de mi ciudad para obtener de ellos las sensaciones que tienen horas antes de uno de esos dos conciertos en Madrid, para conocer sus historias como fieles seguidores de Taylor Swift, lo que les motiva o entusiasma de su diva, por la que son capaces de hacer cola para entrar en el estadio desde el día anterior. Y todo esto me lleva en la memoria a más de treinta años atrás, a un tiempo en el que yo también estuve en esas primeras filas haciendo noche, o casi: Velódromo de Anoeta, San Sebastián, 1992, U2.
El viaje en el tiempo me sitúa en un tren con destino a Burgos, donde otro fan de los irlandeses que estudia allí Arquitectura me espera para seguir en ferrocarril hasta Donosti. El concierto es sobre las 22.00, a las 20.00 actúan los teloneros y a las 18.00 abren las puertas. Llegamos al primer acceso a Anoeta a las ocho de la mañana, donde cuatro o cinco seguidores como nosotros también esperan para ser de los primeros en verle las arrugas a Bono. Compartimos fanatismo, miramos el reloj cada veinte minutos, vamos a comprar jamón y queso al super más cercano, vemos llegar a más gente, hacerse la cola más grande. Cuando abren las puertas corremos como perseguidos por demonios, a algunos se les caen las monedas de los bolsillos, otros caen al suelo al saltar escalones una vez que entramos en el velódromo. Y una vez dentro, seguros, con la primera y la segunda fila garantizadas, seguimos esperando a que llegue el momento clave de nuestras vidas. Al fin hemos llegado hasta aquí. Bono, los coches, las pantallas de televisión, las luces, la música nos envuelve. Después del concierto fuimos hasta la puerta del hotel donde se alojaba la banda, pero no nos atrevimos a entrar. A las ocho estábamos de nuevo en la estación para coger el tren de regreso.
Por aquella época empezábamos a oír hablar de Green Day, una joven banda de punk rock californiana, que en el 94 se harían famosos en el mundo entero con el álbum Dookie. Treinta años después, la invitación de una empresa me lleva hasta una zona VIP de un un festival donde Green Day recuperan aquel disco entero y completan con una veintena de canciones más de dos horas de música. Tengo la sensación de que aquí nadie hace cola para entrar, nadie pierde los nervios ni por estos punks envejecidos, ni por el famoso reggetonero que actúa antes, ni por el resto del cartel, en el que me cuesta encontrar uno o dos nombres más medianamente conocidos. Veo que a nadie, o a muy pocos, les importa la música que aquí suena, solo importa hacerse fotos y colgarlas rápidamente en las redes, llenar la noche de flashes y de las luces de las pantallas de los móviles, hacer colas en las barras que la compañía cervecera que patrocina el festival reparte por todo el recinto. Hace un frío del carajo y me siento viejo.
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