Haber entrado en la discografía de Johnny Cash a saltos (no toda, es demasiado gruesa), sin orden cronológico pero con cierta coherencia, me ha permitido situarlo en un espacio más bien templado entre esos músicos de eco perdurable y legado artístico agraciado. Resumiendo: admiro un par de discos grabados entre mediados de los sesenta y los últimos ochenta; las actuaciones carcelarias en Folsom y San Quintín tienen su gancho; y sin duda enmarco y saco brillo a sus últimos trabajos, esas colecciones en blanco y negro del hombre de negro viejo vitaminizado por Rick Rubin pero cada vez más próximo a la tumba; de hecho, el volumen que lleva por título The man comes around me parece una obra sublime. Johnny Cash, así lo veo yo, tiene una importancia notable en la cultura musical americana, pero yo discuto el atractivo de una buena parte de su obra.
Su herencia,
construida con muchos discos y constante inmersión en las raíces de la música y
la cultura americanas e impulsada por una fuerte personalidad que lo convierte
en el personaje de una jugosa biografía, ayudan a consolidar su figura emblemática
y su peso referencial. Por eso con el tiempo, y más tras su muerte, han ido
apareciendo infinidad de colecciones, homenajes, reediciones, libros o grabaciones
recuperadas de dudosa calidad (este mismo año). Es reciente la revisitación de su
disco Bitter tears a cargo de una reunión de buenos músicos como Steve Earle,
Kris Kristofferson, Gillian Welch, David Rawlings, The Milk Carton Kids o Nancy
Blake en el tributo Look again to the wind, que deja un poso escalofriante de íntima
nostalgia.