“Los problemas del cine español”, añadía y atacaba el ministro de Hacienda hace poco, “no tienen que ver solo con las subvenciones, sino también con la calidad de las películas y la comercialización”. Me acordé de Cristóbal Montoro (y que no se repita) al terminar la sesión de 8 apellidos vascos, esa bochornosa basura convertida en fenómeno de público y bombonas de oxígeno para la taquilla nacional desde que se estrenó hace un par de semanas. Sí, disparemos siempre primero a un ministro. El problema del cine español, pienso yo (¿y quién demonios soy yo?), no son solo, cierto, los recortes a sus ayudas y la subida del IVA que afecta a los espectáculos y a su exhibición, es también la calidad de las películas, la poca calidad, la nula calidad. Y ojo, que Vivir es fácil con los ojos cerrados, nuestra última ganadora de los Goya, es una estupenda película, por ejemplo.
Me alegro de que
esta peliculita estúpida de vascos y andaluces, su historia imposible y su
guión patético, alimente este año el estómago taquillero de nuestro cine, que
por otra parte no pasó tanta hambre el año pasado como en los anteriores.
Nuestros productores se felicitarán ahora y soñarán con nuevos proyectos, habrá
secuelas o variantes argumentales, pero apuesto a que ninguno apostilla después
de los abrazos y las palmaditas en la espalda eso de que “esto es un ejemplo de
la calidad de nuestro cine”. ¿O lo dirán también tras las primeras semanas de
recaudación de la próxima entrega del comisario Torrente?
Y sí, películas/cine
de mala calidad lo ha habido siempre y lo seguirá habiendo, en el sobrevalorado
cine clásico, en el asalto de las vanguardias y las aperturas temáticas de los
años sesenta y setenta y en la actualidad; en España, en Europa y en Hollywood.
Basten estos ejemplos de películas supuestamente apreciables o extraordinarias
que para un servidor merecen ser arrojadas al fuego: Al final de la escapada, La
palabra, La Dolce Vita, Blow up, Blade Runner, Mulholland Drive, Funny games, Hierro
3, No es país para viejos, Origen, Shame…