¿Qué pasa con Gene Hackman?, me pregunté hace unos años. La respuesta me llevó a su retiro: desde 2004 no protagonizaba una película. A los 74 años dijo 'el cine se acabó'. En los ochenta y en los noventa llegó a protagonizar tres o cuatro filmes por año, y su carrera recoge más de cien créditos entre cine y televisión. No hace mucho vi una fotografía suya actual, una de esas imágenes furtivas que alguien roba a un famoso desaparecido cuando se lo cruza por la calle o lo ve a lo lejos saliendo de una tienda. No reconocí al actor: encogido, esquelético, irreconocible... la tristeza de la vejez extrema en el umbral de la línea de meta. Esa tristeza alcanza la brutalidad cuando hoy nos enteramos de que Gene Hackman y su esposa han sido hallados sin vida en su domicilio junto a su mascota también muerta. En el silencio de la soledad, en el desamparo de la enfermedad.
Incluso en sus peores películas él sobresalía con un gesto, con una ironía, una mirada, una pose. Podía ser bruto y encantador, cínico y simpático, entrañable y desagradable. Piensen en otro actor como él, de antes o de ahora; difícil dar con uno igual. Repaso la lista de sus películas y las he visto casi todas. Siempre estaba bien, en algunas sensacional. Algunos de sus personajes lo inmortalizan, le sobreviven hasta la eternidad como hitos de la pantalla; puede que muchos estemos de acuerdo en cuáles. Yo nunca lo olvidaré por su Harry Caul de La conversación; su Anderson de Arde Mississippi, Little Big Daggett de Sin perdón; y, sobre todo, Popeye Doyle de The French Connection.