Noche
de música frágil y calidez emocional en el rincón del Bâbâ Bar
de A Coruña. Silencio ambiental, disfrute tranquilo, con músicos y
amigos entre el público que se agarran a las virtudes de la
sencillez. Canta Fabián. El aplauso premia la pureza, la belleza.
Ternura folk en los límites del rock y el extrarradio del indie.
Lo sigo desde lejos, aunque he
pasado por todos sus trabajos, cinco. No consigo quedarme con sus
canciones, pequeñas (o grandes) historias cercanas expresadas en voz
baja, con delicadeza instrumental y sonidos tersos; solo guardo vagos
recuerdos generales de cada disco, obras manoseadas con mimo, tanto a
veces que al acabar de escucharlas pesa un poco la monotonía vocal;
si debo quedarme con alguno que me causase verdadera admiración,
escojo su tercer álbum, Después del incendio y otras cosas así.
En vivo, como de verdad se
mide el talento y el calibre escénico de un músico, Fabián me dice
que la música, incluso rodeados de gente (miles o medio centenar,
como ayer), es el más íntimo de los placeres. Escucho, veo y siento
a Elliot Smith (que no me gusta) o a Josh Rouse (que me gustaba más
antes) o a Ryan Adams (que volvió a gustarme ahora) o a Damien Rice
(que dejó de gustarme). Pero Fabián escapa de las referencias y
viste un modelo único, ajustado a la sencillez expresiva de su voz
que parece descomponerse, de una guitarra suave y del respaldo leal
del piano de Alfredo González. Autores y creadores nos hemos cansado
ya de conocer y escuchar. Fabián es de los buenos de verdad. Así de
fácil. O difícil.
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