Ahora
que me pregunto qué diablos puedo escuchar porque las apetencias se
confunden o no saben pronunciarse y porque prefiero dejarme de
aventurados experimentos, retomo una antigua acción de rescate:
volver a álbumes olvidados de músicos favoritos. Ahora estoy con…
bueno, el ejemplo no importa. Me detengo unas líneas a volcar las
sensaciones que producen los reencuentros con aquellos discos
secundarios a los que la memoria no trae a su primer plano, obras que
disiparon su huella en el aire hasta acercarse al olvido y que al
regresar a ellas se transforman en trabajos que están mucho mejor de
lo que creías o que, por el contrario, lamentas que sean baches
firmados por quienes no deseas nunca que tropiecen.
Es curioso el efecto evocador
que crea la música con solo recuperar un acercamiento a ella. Es
como volver a encontrarte con un conocido al que hace mucho tiempo
que no tratas y con el que empiezas a recordar aquello con lo que os
reíais tanto, días de gloria y diversión que parecen lejanos. Con
la música, con estos discos desenterrados, descubres que canciones a
las que no prestabas atención son ahora superiores a las que aún
recuerdas perfectamente; o que en realidad lo que no te sedujo en su
momento se debió a que estaba creado a desgana. Te fijas en cómo
entran o salen los instrumentos ahora o después, en el eco del
sonido, en trucos de producción o en letras que antes ignorabas. Te
metes incluso en el estudio con los músicos para sentirte parte de
la química creativa o ser testigo de la pérdida de ella. Y piensas
en un artista o una banda tratando de descubrir por qué son una
parte (de algún modo) importante de tu vida.
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