El
rostro apenado de Bob Weir me recuerda a alguno de aquellos rostros
que retrataba Dorothea Lange para acompañar las crónicas de la
depresión, los textos que John Steinbeck describía tras vagabundear
con los dueños de aquellas penas y miserias por los valles de
California con sus
pocas posesiones en la carreta.
El tipo que nos mira desde esta foto, despeinado y barbudo, bien parece un hobo en sus horas
más bajas, un elemento más de un paisaje de polvo y hambre,
de soledad,
en blanco y negro cruel y permanente.
Esta cara es la portada de un disco en el que resulta difícil no
volver al Time
out of mind de Bob Dylan. Pero ni Dylan ni Daniel Lanois ni los
músicos que pasaban por aquella obra maestra asoman por este
excelente
álbum de
Bob Weir, Blue Mountain (Legacy,
2016).
Nunca
he seguido mucho a los fundadores de los Grateful Dead (ni a los Dead,
realmente). Weir estaba desde el principio en Astbury Heights,
colgado en aquella música interminable en la que el grupo se perdía
sin salida. Solo, grabó unos pocos discos, y este Blue Mountain
llega tras más de quince años sin publicar. Cuenta
que ha grabado canciones que le devuelven a su infancia, a ranchos y
hogueras al atardecer, a tierras de cultivo y caminantes solitarios,
ríos y praderas. Se siente esa naturaleza al escuchar el disco,
sobre todo en esa guitarras profundas y temblorosas, con sonidos que
se propagan en eco y acompañan percusiones sencillas y voces
relajadas. Su brillante comienzo se añora cuando el álbum sobrepasa
su ecuador, menos inspirado y más plano. Pero bien celebrado.
Nota:
7,5/10
No hay comentarios:
Publicar un comentario