Detrás
del nombre, la imagen y el producto creado, estropeado y deshecho
había una chica, sí, una chica demasiado ingenua, demasiado
equivocada, no muy inteligente, manejable e inestable, dotada de una
voz singular, como rescatada de archivos perdidos de los viejos
sellos de soul y jazz, y una mejor capacidad interpretativa exhibida
en sus primeros años de carrera, como si expulsara fantasmas con
fingido cansancio o impostada
dejadez,
al estilo de Dinah
Washington, Ella Fitzgerald y otras
damas sagradas.
Muy lejos de ellas
estaba Amy Winehouse.
Apareció, la moldearon y
deslucieron (los
medios, la industria musical, la sociedad de consumo, morbo y zafio
espectáculo) y se extravió. Entre todos la mataron y ella misma se
mató.
Amy (La
chica detrás del nombre) documenta
el descubrimiento, éxito, impacto mediático, perdición y muerte de
Amy Winehouse, una de las últimas víctimas despiadadas de los
torbellinos condenatorios de la música popular. Lo hace a
través de archivos
y sobre todo grabaciones
amateurs,
la mayoría inéditas, fotos
(algunas
congeladas largo tiempo con escalofriante elocuencia) y
confesiones de sus personas más allegadas (familia, amigos, su
expareja,
un
manager,
un
guardaespaldas).
Los testimonios y las propias imágenes hablan por sí solas de
la
degradación a la que Amy llegó,
de
sus malas compañías y peores hábitos.
No
necesitan críticas, aunque se echa en falta que este repaso
documental a la tragedia de Amy no salpicase apenas a la industria del
espectáculo, como si la despiadada maquinaria para hacer fortuna con
una estrella fuera un actor de reparto que pasaba por el lugar.
Amy es un buen documental.
Probablemente gane el Oscar este año, en el que compite entre otros
con otro recorrido por la vida y carrera de una ilustre señora de la
música, Nina Simone, mujer y artista inmensa, temible, genuina y
loca, que se comía de un bocado a Amy Winehouse.
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