El heavy metal no es lo mío.
No me gusta. Mi interés siempre ha sido escaso. Salvo indagar en sus
orígenes (todo cuanto lo relaciona con bandas como Zeppelin, Purple,
Cheer o Sabbath y otras de menor presencia), mis acercamientos han
sido tímidos o desganados. Quizá porque siempre estuve alejado del
cuero y el sudor, la laca y el maquillaje, el ruido, Satán,
religión, muerte y todo cuanto con el paso de los años se ha ido
vinculando al heavy y a sus numerosos afluentes, corrientes y géneros
derivados. Pero leo a veces cosas interesantes sobre el heavy metal y
su inmensa tribu de seguidores o el presunto efecto pernicioso que
causa tal música, sus textos o su imaginería en los fans más
jóvenes y que explica, en opinión de mentes obtusas y retrógradas,
algunos comportamientos violentos. O veo cosas como este documental,
Metal. A headbanger's journey (2005), una aproximación muy certera y
entretenida al heavy de toda la vida.
Uno de sus tres firmantes es
Sam Dunn, seguidor incondicional del heavy. A su lado seguimos un
recorrido antropológico por sus raíces, su sonido, sus aficionados,
sus estilos, su cultura, el modo de vida que late alrededor del
heavy, sus polémicas, sus connotaciones. Hablan productores,
managers, estudiosos; y fans que se enorgullecen de ser tenidos por
bichos raros o que explican por qué adoran la furia atronadora de
esta música o la visceralidad de sus ídolos; y por supuesto de
nombres del heavy metal (Iommi, Dio, Lemmy, Snider) que salpican el
trayecto de episodios delirantes, declaraciones de intenciones o
momentos bochornosos. Recomendable (el heavy a distancia).
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