Nos acostumbramos a creer que
el enemigo estaba tan lejos, en otro país y en otra cultura, que no nos dimos cuenta
de que en realidad el enemigo siempre estuvo en casa. Era el aliado, el mentor,
el socio, el jefe. Era el soldado, el gendarme, la nación, los nuestros.
Homeland nos ha demostrado que el mundo es un hogar cada día más inseguro y que
no te puedes fiar ni de tu sombra. Podemos acabar muy enfermos, locos, si no
nos llevamos la soga al cuello en cuanto todo se derrumba. Cuán poco hemos
visto a alguien sonreír en esta serie.
Acaba de finalizar la tercera
temporada. Han anunciado que habrá una cuarta, que será la última y que
desaparecerán por fin personajes que ya no hacían falta, lo peor de la serie…
pero creo que lo que no hace ya falta es que haya una cuarta temporada. Tal
como termina la tercera, Homeland ha contado lo que tenía que contar, arrojado
luz sobre lo que siempre se guarda en la sombra y cerrado un ciclo. Alargar la
trama sería entrar en otra dimensión que desvirtuaría, creo, el sentido de las
tres primeras etapas. Pero quién sabe…
Mientras me reservaba para
ver la serie casi de un tirón, escuchaba algunas críticas. Las entiendo. Porque
la historia se ralentiza primero y se precipita después; algunas situaciones
tarda en resolverlas y otras las despacha de un plumazo, haciéndome cuestionar
demasiado si las escapatorias son tan fáciles o si algunos personajes son de verdad tan
estúpidos; unos pierden el carisma que tenían y a otros los guionistas no les
dejan alimentarlo. No te coge de los huevos la serie como en las dos primeras
temporadas, pero al final consigue mantenerte en vilo hasta el último instante. Me ha vuelto a gustar, pero viendo cómo respiran las esferas del poder y los servicios secretos y cómo en
teoría se protege la seguridad nacional, te marchas a la cama pensando lo jodido
que está todo.
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