Como en la
primera vez, en la segunda y en la tercera, ahora mi cuarto viaje por The Game
(David Fincher, 1997) ha resultado fascinante. Me deslumbran su capacidad de
tragarse al espectador, sus piruetas argumentales y su impecable y exquisita
factura. Y eso me encanta compartirlo, hacer partícipes a otras personas de las
virtudes (sobre)naturales y trascendentes que a veces tiene el cine.
Hay películas
que conservan su poder de atracción intacto, resistente al cambio de tendencias,
al cambio en la forma de hacer y de ver cine. Lo distingo en no pocas de las
obras de David Fincher cuando regreso a ellas para recrearme en la forma y el
fondo de sus historias, en sus trazados o laberintos. Pasa con Seven, El club
de la lucha, Zodiac y con The Game.
Los juegos que
el cine propone requieren nuestra implicación. La idea sola no basta, la ayudan
el entorno, el clima, el montaje, la música (acertadísimo el elegante tono siniestro
que imprime el score de Howard Shore), los actores (soberbio está Michael
Douglas)… y creerse que lo que estás viendo y sintiendo puede ser algo más que
un juego. Al nihilismo atroz de Seven le siguió el masoquismo redentor de The Game,
una broma macabra con ropajes de thriller, un descenso al infierno de la propia
personalidad. Una magistral travesura cinematográfica.
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