Lo que dura un día y un poco
más, entre 26 y 27 horas de mi vida (no seguidas), le he dedicado hasta ahora a
Heat. Ayer la vi por novena vez. Habrá más. Las obras maestras no caducan,
crecen con el tiempo y se hacen mejores. Entonces sí, entonces consiguen que
ames el cine por encima de todas las cosas.
Cuando se estrenó en 1995,
una de las frases publicitarias extraída de una crítica de no recuerdo qué
medio decía: “Un film monumental”. No se me ocurre mejor término que emplear
cuando el film se cierra, Pacino de espaldas, el cielo nocturno de Los Angeles reduciéndole
en el aeropuerto, y el ‘dios que se mueve sobre el rostro de las aguas’ de Moby
elevándose hasta tragarme. Y la vida sigue.
Heat, más allá del combate
entre el bien y el mal en torno a un banda de ladrones y a un grupo de policías
que intentan atraparlos, atrapa la vida en casi tres horas: la disciplina del
trabajo, hacer lo que uno mejor sabe hacer, la lealtad, la ambición, el riesgo,
la soledad, la inadaptación, el sacrificio… y un poco de amor. “Somos lo que
perseguimos”.
Pocas secuencias me han conmocionado
tanto en el cine, gracias al pulso estiloso de Michael Mann, como ese abrasador
tiroteo en la calle (el mejor que muchos hemos visto en una pantalla); ese café
que comparten Vincent Hanna y Neil McCauley mientras descubren que son tal para
cual; esa separación silenciosa e inevitable al borde de la salvación; y ese
duelo final al que la vida nos enfrenta contra nosotros mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario