El encanto (no tan) inocente de lo rudimentario sobrevuela gran parte de la apuesta musical de Smog. Es el pseudónimo que Bill Callahan adoptó desde que tenía unos 25 años para registrar sus primitivos experimentos de baja fidelidad y grabar casi una docena de discos entre 1992 y 2005, a los que con el paso de los años fue dotando de más limpieza y calidad en las grabaciones. Acertado alias el de Smog, pues entre el humo y la niebla se desliza sinuosa la música climática de este singular creador. Después el tipo recuperó su propio nombre y firmó otros seis trabajos que no desentonan con respecto a buena parte de los anteriores y que incluso alcanzan cotas muy elevadas (Apocalypse, Dream river).
Impulsado por su
último gran disco, me ha animado a bucear en las aguas espesas de Smog, en la
mitad de aquellas grabaciones lo-fi que fueron perfilando una carrera peculiar.
Hay ritmos repetidos, escasa instrumentación al principio y un recitado con voz
de barítono entre siniestro y desganado que puede resultar asfixiante. Pero
todo ello se empapa de una atmósfera que unas veces es irreal y otras describe ambientes
a cielo abierto, sobre todo, a partir de álbumes realmente buenos como Knock
Knock (1999) y Dongs of sevotion (2000), a los que suceden otros tan atractivos
como Supper (2003) y
A river ain’t too much to love. Ya anticipan éstos una propuesta que bebe del
mismo manantial que las obras firmadas por Callahan pero que fluye más
desinhibida, en la que los instrumentos zurcen escenas perturbadoras.
Le cuesta
calar al amigo Callahan, también a Smog, pero a mí me seduce en momentos
ideales para bajarse del tren de cada día y flotar huidizo no sé muy bien por dónde.
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