Advertido
de su excesiva duración (86 minutos) y sus canciones largas (de 14
nueve sobrepasan los cinco minutos y medio), he dedicado una calmosa
atención a la escucha y el juicio del último y decepcionante
trabajo de Lucinda Williams. La decepción no la causa el hecho de
que el álbum sea feo o indigno, sino el modo en cómo la autora
expresa sus constantes argumentos, los
dolores de la vida,
con una espesura y somnolencia en varios momentos exasperante.
La
decepción la provoca también el contraste desafortunado entre un
disco igualmente largo y denso como el anterior, el magistral Down
where the spirit meets the bone (2014), y este soporífero e
interminable The ghosts of Highway 20 (Highway 20 Records, 2016). Uno
tenía buenas canciones, algunas brutales, de las que se incrustan
profundamente en la memoria; otro no es que tenga canciones malas, es
que no son realmente buenas y el débil polvo que desprenden
enseguida se pierde. Uno es un disco duro y duradero; el otro es
blandura que se deshace en su letargo.
La autora desnuda música de
fantasmas personales, según leo, pasajes íntimos que vincula a
paisajes físicos alrededor de esa carretera 20. Lo hace con temas
adormecidos que no se despiertan, guitarras que entran de puntillas
sin pisar nunca firmes, pasajes que derivan en improvisación y una
voz gastada, cansada, vacilante. Por el amor de dios, Lucinda, me
importa un rábano tu maldita autopista.
Nota: 4/10
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