Hablamos estos días, volvemos a decirnos, que las sensaciones de la música se disuelven y confunden, que no recuperamos ya el momento de entrar en los discos como cuando desgastábamos los vinilos debajo del brazo, que los cds que reposan en nuestros estantes desaparecerán para siempre en pocos años, que ya no tiene encanto alguno sacarlos de la caja, meterlos en el equipo y esperar unos segundos a que empiecen a sonar y a atraparnos… Sí, un poco (o un mucho) de todo eso es cierto. Pero algunos aún resistimos.
Yo, por ejemplo,
sigo escuchando mucha música pero comprando bastante menos. Al viajar me gusta
rebuscar y encontrar rarezas o adquirir lo que me da pereza ir a buscar a media
hora de mi casa. En ocasiones me dejo caer por un mercadillo o una feria del
disco para remover en el polvo y llevarme un par de piezas. Y otras veces me
caen uno, dos o tres discos de regalo que me sientan de maravilla, aunque los
abras y no te encuentres más que el cd y el careto del artista, la fotografía
de una pradera o un cartón en blanco con nada más que los nombres de quienes
intervienen.
Bueno, todo eso
no importa, me digo. Porque tengo un disco en mis manos que alguien me ha
regalado. Y ese, para mí, es el verdadero valor que tiene un disco. Y la música.
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