Afuera hace frío, mucho frío, en las calles del Greenwich. Dentro, en el Gaslight Cafe, perdura el calor en el lecho de una canción, el silencio que la respeta y los ángulos de luz que quiebran la oscuridad y alumbran el humo de los cigarrillos. New York, primeros años sesenta.
A propósito de
Llewyn Davis. Bien que me ha gustado, tenía muchas ganas. Esperaba algo
inusual, también delicado y elegante, cualquier relato que no cayese en lugares
comunes ni lo condujesen personajes convencionales. Es la odisea que en pocos
días sigue un perdedor que también ve esfumarse su ilusión por tener algo que
decir en la escena folk de aquellos días, un caradura, un imprudente, un don
nadie en el fondo. El ambiente, ese escenario urbano gélido, aparece
desmitificado. No esperéis momentos épicos ni finales felices, pero sí hay
escenas hermosas y personajes que, aunque nada recomendables, se hacen entrañables.
El carisma que
viste a los personajes surgidos de la invención de los hermanos Coen escapa de
las virtudes y las acciones ejemplares, como se advertía en los desechos de El gran
Lebowski, en las pobres almas de Fargo, en los caraduras y gamberros de O
Brother o Quemar antes de leer. Y ese carisma lo tiene Llewyn Davis, un muy
acertado Oscar Isaac. Ni se hace querer ni se le quiere dañar a palos, pero en
sus canciones, troncos a los que se agarra para no hundirse aún más, se vuelve
un ángel. A su alrededor desfilan fantasmas acabados y vive unas pocas aventuras
absurdas. El universo Coen, el de los Coen que me gustan.
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