Estos tres días de sesiones a 2,90 euros me han devuelto cuatro veces al cine en una semana y me han hecho recuperar y celebrar añejas sensaciones como la de SENTIR una proyección con la sala a rebosar o esperar con paciencia a comprar una entrada en una larga cola de espectadores. Lo de menos ha sido la calidad de las películas (dos buenas, dos malas); lo de más, esa experiencia resucitada, agazapada en el recuerdo de quienes hemos dedicado al cine muchas horas de nuestro crecimiento.
La fiesta del
cine, se bautizó la oferta. Y la gente respondió, porque el cine, ir al cine,
gusta, vaya si gusta. Pero el cine no es una fiesta, es un negocio (y un arte y
todo lo que se quiera discutir) y un entretenimiento. Y entretenerse cuesta. Paga
quien lo ofrece y paga quien lo recibe. Y ya sabemos cómo respira el mercado y
cómo joden los impuestos. Cuando la entrada vuelva a costar 5 euros los jueves,
6,20 en la sesión golfa y 8,40 en la sesión convencional (creo que no me
equivoco mucho en los precios), comprobaremos que el cine es cualquier cosa
menos una fiesta como la que ha tenido lugar estos días. Ojalá me equivoque.
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