Hay un local en mi ciudad, al que hace bastante tiempo que no voy, en el que la música jazz, constante y hogareña, traslada a quien entra tras dejar atrás los escalones que llevan al sótano a una burbuja de ensueño atemporal. Suele ser jazz clásico americano lo que suena, jazz negro torrefacto, reacio a la modernidad. Salta de costa a costa, de baterista a trompetista, de tenor a soprano, piano y contrabajo. A veces hay jazz en directo en un pequeño escenario con el suelo de madera gastada. Los músicos que son altos tienen que agachar la cabeza para no tropezar con el techo. Te pides una copa, una cerveza o un refresco y te ves en las catacumbas de una madrugada eterna; solo falta el humo de los cigarros… entonces es ahí cuando te das cuenta de que sueñas demasiado.
Ahora que escapo,
como tantas veces cada año en las que no sé a lo que hincar el diente, a las
notas vaporosas de aquel jazz eterno, me siento como si estuviera en ese local
de mi ciudad dejando flotar mi cabeza delante de Lee Morgan, Freddie Hubbard,
Thad Jones, Hank Mobley, Art Pepper, Gene Ammons, Big John Patton o Art Blakey
y sus mensajeros imperecederos del jazz.
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