La
casa de la imagen en es realidad un cobertizo. La luz del mediodía
quizá no permita mostrar del todo claro su color rosa, pero es rosa.
La casa rosa, pensé, la Big Pink de Woodstock o de por allá arriba
sobre la que hemos leído tanto y de donde hace casi cincuenta años
Bob, Robbie, Rick, Garth, Richard y Levon sacaron una música que no
es posible olvidar. No, no es la misma. Esta casa rosa forma parte de
una pequeña finca en la ladera de un monte con vistas a la recogida
costa de Esteiro, en Muros, A Coruña, en la que he pasado unos días
del verano, parte de un paréntesis en la mitad del año, un periodo
desde el que mirar atrás con añoranza y apuntar adelante con
entereza y fe. Diez días de desconexión en los que apenas ha habido
música.
Miento
un poco. La música… Algo sí hubo, pero se cuenta con los dedos de
una mano y sobra uno. Ráfagas de música que rompen el silencio
virgen del campo mientras daba un paseo con el perro al caer la
noche. Algo nuevo de lo que no tuviese conocimiento antes, una
apuesta por la imagen sugerente de una portada o el sonido de un
nombre. Me quedo con la mitad de lo escuchado, trabajos de este año
desde ambas costas de los USA: en California, el primer álbum de
Scott Hirsch, miembro de Hiss Golden Messenger, titulado Blue rider
songs, que parece material de JJ Cale pasado por un filtro
atmosférico de ensueño; desde cerca de Woodstock precisamente, el
tercero de The Stray Birds, voces de campo y espacios abiertos, nada
extraordinarios pero agradables lejos de la rutina, bajo la
producción de Larry Campbell.
Cerrado
este paréntesis, volveremos a conectarnos.
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