¿Qué te puedes esperar a estas alturas de la película de Ryan Adams cuando aparece él solo, con sus ropas vaqueras remendadas y la fregona estropajosa que lleva por cabello, al escenario del ilustre y señorial Carnegie Hall de New York? En noviembre del año pasado ofreció dos recitales acústicos, una noche después de otra, sin más compañía que un par de guitarras, un piano y su armónica. Llenó la sala. Fueron dos conciertos íntimos en los que el autor interpretó con timidez pero emoción, rozando casi las cuerdas, resbalando sobre los acordes y despojando de todo adorno y cualquier filigrana canciones suyas de toda su carrera.
Estas
veladas (en las que no estuve, por cierto) me llevan a pensar en el encanto mágico
que poseen las actuaciones en vivo en escenarios imponentes como los teatros o
los auditorios cerrados. El silencio, el respeto, el calor, la atención, la comunión
entre el público y autor y su música… Eso se percibe en las dos noches de Ryan
Adams en el Carnegie Hall. Debo decir que al escucharlas en disco estas
actuaciones resultan aburridas. Sencillamente por el hecho de no estar allí.
Las intervenciones habladas del músico, las constantes risas del público ante
cualquier frase del protagonista y el hecho de que las canciones piden a gritos
ser agitadas pese a estar bellamente interpretadas convierten este álbum en
directo, presentado en un lujosa caja de vinilos, en otra frivolidad caprichosa
de Ryan Adams.
1 comentario:
Se me hacen un poco largos ... como tu dices, algunos temas piden a gritos un enchufe, pero es ese ejercicio nada nuevo de embellecer a base de simplificar. Le sale bien. Saludos,
Publicar un comentario