Digerida la noticia sobre la separación de los Black Crowes, comunicada por Rich Robinson a través de unas explicaciones que convierten a su hermano Chris en el responsable de la ruptura, evito caer en lamentaciones. La vida de una banda no es más que eterna en el sentimiento de admiración que embarga a su público, me digo.
Los Crowes estaban ya distanciados. Su último disco
de estudio es de hace cinco años y su último concierto, de finales de 2013.
Cada miembro estaba metido en otras historias musicales (Chris con su
hermandad, Rich a su aire, Gorman y Greene en otro grupo, los demás colaborando).
No dudo de que habrían grabado otro gran disco si pusieran empeño, ni de que
sus actuaciones seguirían siendo vibrantes y cautivadoras, como las dos que
tuve el placer de disfrutar en Vitoria y Londres. Pero 24 años de discos,
giras, peleas, éxito, proyectos y todos los vicios y manías que acompañan al
rock and roll, desgastan y a veces matan.
La música de The Black Crowes, por suerte, no se
enfada y vive siempre.
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