O románticos del rock and roll. Hacer buen rock and roll es fácil. O lo parece. El ingrediente básico es el sentimiento, el que perdura sin desvanecerse. Hace falta también ese buen gusto que nace del oído curtido y curioso, el que ayuda a cruzar con naturalidad el blues, el country, el rock y todo cuanto eche chispas sobre la partitura. Lo tiene, ese buen gusto, Eduardo Herrero, el tipo alto de las gafas oscuras al frente de En casa del Herrero, estos coruñeses que hacen entrega de su álbum Príncipes venidos a menos (Mandeo Records, 2014).
Me
despitan los saltos de idioma, una flauta dulce que hace algo melosa una canción
y algunos parajes en castellano evocadores de Los Secretos. Son resbalones
menores. El disco se sostiene con sus virtudes, que son más: la sencillez y el oficio
de sus instrumentistas sobre todo, apuesta eficaz que hace que escuchándolo te
acuerdes de Elliot Murphy, Johnny Cash, Bruce Springsteen, Willie Nile o Bob
Dylan, cómo no. Nile aparece adaptado por Herrero junto a ‘covers’ imprevisibles
de Roddy Hart, Jack Hardy y… toma ya, Immaculate Fools. Y queda bien, bastante
bien.
Pasé un par de
noches dylanianas con Eduardo Herrero, frente al maestro en primera fila, o
casi. Otra delante de Lou Reed; él vibraba, yo no tanto. A distancia lo seguí
con The Highlights, la banda suya y de sus colegas que versionaba los temas de
Infidels, Highway 61 y Blood on the tracks en los locales de mi ciudad. Tiempo
atrás fuimos compañeros de rutinas deportivas, él en su medio, yo en el mío;
una vez nos apañamos al borde del ring en una gala de boxeo y kick boxing que
él narraba para la televisión. Durante un año o más lo veía en pantalla, en sus
crónicas informativas desde New York. La última charla musical que tuvimos fue
poco después de que saliera a la venta Modern times. Y la última vez que nos
vimos, una noche de vuelta a casa, me dijo con prisas que el día anterior se
había casado. Me alegro por él, me alegro por su música.
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