De un lado y de otro he oído y leído que The Wire es la mejor serie de televisión. No me atreveré a ratificar tal juicio porque series hay miles, y espectadores, gustos y valoraciones hay infinitas. Yo tengo mis series favoritas, unas cuantas (y si tuviera tiempo para ver más, apuesto a que engordaría la lista), y desde luego The Wire está entre ellas. No diré por tanto que es la mejor, pero sí que es una obra prodigiosa que trasciende de los límites de la televisión, una serie cruda y descorazonadora que se te queda en las tripas crujiendo sin poder digerir más bocado, una serie sobrecogedora en su fondo y brillante en su forma. Sublime. La hostia.
A mediados de 2010 dejé
inconclusa The Wire. Acababa de ver la cuarta temporada, la que incide en las
miserias del sistema educativo de Baltimore mientras las mafias aún dominan las
esquinas, los policías pierden presupuesto para cumplir con su trabajo y los jóvenes
políticos venden sus ideales para acomodarse a cualquier precio en las
instituciones. Entusiasmado como siempre al finalizar cada temporada (cada
episodio en realidad), me propuse no tardar en enfilar la recta final, en la
que sabía que la prensa tendría un protagonismo capital. Pero mi vida encaró otros
caminos, me trasladé a otro país durante medio año y luego regresé; seguí
trabajando, enlacé nuevas experiencias, nuevas series de televisión también. Y hace
poco me dije que no podía tardar más con The Wire y al fin la terminé.
He sentido que no ha pasado
tanto tiempo, que todos sus personajes y sus historias entrecruzadas con
aplastante naturalidad, dejándote siempre en el filo de la indignación o al
borde del desaliento, me han estado esperando, a pesar de que la serie dejó de
emitirse hace seis años. McNulty, Bubbles, Carv, Prop Joe, Bunk, Lester, Daniels,
Kima, el puto Marlo, Chris y Snoop, Omar… Y he vuelto a disfrutar, pese al
desencanto de su huella, con la terrible Baltimore y sus esquinas ruinosas, el
imperio de crimen y el vicio del poder extendiéndose por las venas de una
sociedad que huele a podredumbre y decepción. ¿Obra maestra? Diría que sí.
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