

Desde luego, sí que impone por lo menos respeto la figura de Marianne Faithfull. Puede que por la azorosa juventud que tuvo junto a Jagger y Richards, a quienes se acercó por medio del agente de los Stones, Andrew Oldham; o por la respetable carrera musical que tuvo a partir de mediados de los setenta tras un intervalo infernal dominado por las drogas; por la belleza aparentemente pura que la pintaba en sus años primaverales o por la callada sobriedad con que se ha ido aproximando a sus días otoñales.
Viendo viejas fotografías en blanco y negro, la inglesita Marianne es ese "ángel de tetas grandes" que Oldham llegó a llamar, una niña crecida de mirada triste y labios carnosos, larga melena rubia y faldas cortas. Ya en color, la Faithfull fue transformándose primero en una moderna mujer independiente y luego en una señora vencida por las arrugas, una sombra pálida del ángel que fue.
La primera canción que escuché de ella fue The ballad of Lucy Jordan, todavía más enternecedora de lo que es en la secuencia nocturna en que Thelma y Louise recorrían los caminos desiertos de Monument Vall


La veterana dama inglesa, misteriosa y dócil como una sirvienta de mansión como aparece en la portada, prosigue en este disco con su fórmula de arrimarse a músicos a los que dobla en edad, carne de festival de prestigio y de carreras más o menos consolidadas y bien reconocidas (Nick Cave, Damon Albarn, PJ Harvey) para dar consistencia y buscar una garantía artística a su propia evolución. Había hecho lo mismo en su trabajo anterior, Kissin’ time, junto a Beck, Jarvis Cocker y Billy Corgan entre otros,

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