El mal es adictivo y seductor, es contagioso. Es veneno y destrucción y causa regocijo y éxtasis en quien lo produce. Cuando triunfa (y eso ocurre demasiado a menudo) su alcance no tiene límites. Es bárbaro. Y quien tan ruin es una y dos veces quiere serlo muchas más. House of cards ofrece un curso magistral de villanía y desalma en su tercera temporada, quizá más inhumano que en las dos entregas anteriores.
Qué placentera es esta serie de Netflix. Y a la vez brutal y
descorazonadora. Maldices al ser humano que maneja el poder de la política para
amasar aún más poder y dejar regueros de víctimas en el camino. Maldices
también la debilidad de quien no acierta a ver la luz para salirse del implacable
sendero de la maldad. Maldices a Robin Wright y a Kevin Spacey (tremendos
actores), los malos más despreciables que ha creado la televisión americana. Habrá
una cuarta temporada, bien, con un nuevo frente abierto, la madre de todas las
contiendas.
No cuento nada, no quiero pese a tener ganas. Solo escribo
estas líneas para animar a empezar con esta serie a quien aún no lo ha hecho o
a continuar a quien la ha dejado aparcada. Pero seamos buenos.
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