Una mujer, una canción. Para siempre.
Jorge Martí y La Habitación Roja llamaron a mi puerta con motivo del documental In the middle of Norway, la conmovedora confesión del cantante del grupo valenciano sobre cómo transcurre su vida entre Noruega y España, con su familia y su banda, entre el cuidado de personas dependientes y la actividad musical de una formación que cumple 30 años de carrera con seriedad e integridad, sin molestar pero dejándose ver, captando a su alrededor una fiel masa de seguidores que se emocionan con sus canciones abiertas, con historias que, como dice Jorge Martí en esta entrevista, "cuentan lo difícil de manera sencilla". Merece la pena hablar con este hombre, claro y extenso, que dice que esas canciones y los conciertos en los que las tocas "crean comunidad"; que sigue pensando (y yo también lo pienso) que cuando haces canciones o formas una banda en un garaje está haciendo "algo bueno para el mundo, algo bueno para la salud".
Acompañen la lectura, si quieren, con la escucha de su último y estupendo álbum (y ya van 14), Crear.
Salvo unas pocas excepciones, no me gustan los musicales de Hollywood, ni del viejo ni del nuevo (los que no son de Hollywood tampoco, véase Emilia Pérez). Ahora que ando completando filmografías de cineastas clásicos, me encuentro en algún capítulo perdido con ese género cinematográfico que en mi juventud, pese al poco agrado, me causaba cierta nostalgia y al que le reconocía su encanto. Pero ya no somos los que éramos, los enfoques han cambiado, los gustos se transforman (a veces sin darnos cuenta), y aquellos viejos musicales que dibujaban un mundo idílico y ñoño hoy nos parecen bromitas ingenuas, vodeviles simplones, argumentos tontos, y sus actores y actrices, con sus esmóquines impecables, el cabello sin desfijar del cráneo después de cada baile arremolinado y su eterna sonrisa de bobalicón son muñecos en coreografías imposibles. El claqué, machacado con la suela de los zapatos, ágil y dinámico, deriva en hartazgo exhibicionista. Prueben a ver alguna de aquellas danzas con Fred Astaire y Ginger Rogers...
Diría que es mi canción favorita de Police. Y lo es por Stewart Copeland. Por eso el baterista protagoniza esta entrada, él solo ante su kit, un diablo de las cajas y los platos poseído por el ritmo electrizante de este tema tan vigoroso. Message in a bottle y su enrevesada y fascinante sección rítmica me dejan sin habla desde el primer día. Creo que Stewart se mete en un laberinto y va tanteando por dónde encontrar la salida sin perder la brújula. El tema va como volando a media altura hasta ganar velocidad y éxtasis, con las baquetas golpeando y saltando en todas partes sin que se le escape la armonía. Aquí tenéis a este mago desde todos los ángulos, maestro de todos.
Este álbum, madre mía, qué hermoso álbum. ¿Qué hacíamos en el 98? Veíamos películas como aquella inglesa con varios personajes que se entrecruzaban en los canales y apartamentos de Candem. Allí cantaba David Gray, que bajo el brazo venía con White ladder recién publicado. Babylon lo presentaba, una canción que entonces miraba a la esperanza y hoy rebosa de nostalgia. Lo creíamos irlandés, pero era inglés criado en Gales. Tenía, y tiene, aspecto de buen chico. Y creo que lo es. Sus discos me lo hacen creer, sin fallo. Acaba de publicar Dear life, que no está entre lo mejor, que se me hace largo porque admite el autor que le ha arrastrado un torrente de inspiración y parece no haber sabido descartar. Pero es el duodécimo y se admite no estar siempre a la misma altura. Babylon estaba, y está, en los cielos.
La edición en disco de aquel documento revela una actuación formidable de esta magnífica y turbulenta banda. Welch se muestra como un instrumentista correoso y profundo, la cada vez más presente Christine McVie desde los teclados aporta un ambiente de extraña sensualidad a temas como Spare me a little of your love y Believe me y el equilibrio rítmico de John McVie y Mick Fleetwood ofrece fascinantes improvisaciones en cortes que se van hasta los diez y once minutos. Los Mac venían de terminar un álbum discreto, Heroes are hard to find, y enseguida se adentrarían en la espiral de éxito, millones, drogas y luchas de egos que los conducirían a la inmortalidad.
Hubo una época en la que todos los discos con la bandera Americana (el género, esa corriente identificativa de sonidos y atmósferas procedentes de la mejor tradición folk rock estadounidense) sonaban tan bien como Anytime tomorrow (2000), o como Fade away diamond time (1995). Había muchos de esos álbumes (¿o quizá nos parecía que eran muchos?) que nos congraciaban con un estilo que llegó a parecernos imbatible y al que poco a poco fuimos encontrándole costuras, repeticiones, anodina intrascendencia. Aún queda una energía y una pureza, una huella permanente, en estos discos de Neal Casal. Hoy, cuando él ya no está presente, comprendes por qué fue reclutado por Ryan Adams para The Cardinals o Chris Robinson para prolíficas fabricaciones en cadena o para legar el sonido de ocasionales hermandades: para aportar una sensibilidad que quizá les faltaba a sus jefes y él sabía transmitir con la candidez de su música. Anytime tomorrow no es tan redondo como el trabajo inicial de su discografía en solitario, reproduce esquemas y no es tan propenso al asombro, aunque deja emociones fuertes con esas guitarras de esencia casera, con versos que se deslizan por los placenteros caminos de la alfombra americana.
(Llega el cambio de año y llega también, no es nueva, esa sensación de querer soltar amarras y que este barco afronte su deriva hacia destinos inciertos. ¿Seguir navegando o echar el ancla? La respuesta, como dicen, flota o sopla en el viento.)
Cuando en 1996 salió este álbum, su mismo lanzamiento fue el mayor motivo de celebración. Curtis Mayfield lleva seis años paralizado de cuello hacia abajo porque una torre de iluminación le había caído encima en la preparación de un concierto en Brooklyn. El bueno de Curtis, que en la década de los setenta nos había regalado una irresistible colección de bailable soul cubierto de aroma blaxploitation, aún podía cantar, un soplo de vida le permitía dar forma a una canción. El mundo, la vida, cambió para él, y adquirió un nuevo orden al que adaptarse, con el que sobrevivir. Así tituló el último de sus álbumes de estudio, New World Order, el testimonio de su dulzura interpretativa, de la delicada suavidad con la que cantaba. El disco, a ratos alegre e inspirador, a ratos intrascendente, rebajaba la capacidad seductora con la que su autor se expresaba dos décadas atrás. Acabaría convertido en testamento, pues Mayfield, castigado por los daños de su parálisis, nos dejaba tres años después.