"Hoy solamente doy conciertos por dinero. Sin embargo, el escenario me gustaba, el público, incluso tengo el don de hipnotizar al auditorio. (…) Podía hacer que el público llorara o riera. Pero hoy ya no me queda inspiración”.
Nina era única. Genial.
Hacía estremecer cuando gemía, al susurrar, insinuar o enfadarse. Su voz seducía,
con el piano embrujaba. Era un volcán en erupción hasta cuando callaba. Manejaba
la música a su antojo y con ella absorbía al público; la canción lo tragaba y
flotaba en vapor, en otra dimensión, hasta despertar cuando estallaban los
aplausos. Era una artista prodigiosa en un tiempo inadecuado. Era una mujer débil
de carácter complicado. Tenía su propia lógica, casi siempre carente de lógica.
Era una inadaptada.
Nina era monstruosa.
Egoísta, tacaña, interesada, cruel, desquiciante, insoportable, violenta, antisocial.
El dolor y las malas compañías la agrietaron hasta romperla en pedazos. Cuesta creer
que muriese con 70 años. Le faltó el cariño de la familia y el cobijo del amor.
Pocos hombres de los que tuvo a su lado tuvieron intenciones loables: la
utilizaban, la explotaron, y ella se dejó llevar hasta convertirse en un ser
intratable. Insultaba a su público, no terminaba los conciertos, maltrataba a
sus músicos… también cuesta creer que sus canciones fueran tan bellas.
Lo cuenta el
francés David Brun-Lambert en La vida a muerte de Nina Simone. Yo también me
estremezco con su dolor, con la música de Nina.
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