Primer discazo del año. Un dinosaurio de la escena Seattle y una princesa del pop comparten micrófono y estudio para componer la banda sonora de un western imaginario, la balada de los mares rotos, Ballad of Broken Seas. Así se titula la primera e imprevista asociación de Mark Lanegan, ex líder de los Screaming Trees, e Isobel Campbell, dulce media naranja escapada de Belle and Sebastian. Fugaz (o no) pareja de grabación, cowboy y cowgirl deleitan por igual a los seguidores de sus creaciones con un contraste de registros vocales y murmullos expresivos tan encantadores como la imagen de la funda del disco: ella, en primer plano, se arregla el cabello ante el espejo con gesto incrédulo, poco convencida, mientras él al fondo, sentado seguro sobre la cama de un motel de resplandecientes paredes de madera, echa un vistazo a las páginas de un grueso libro (¿la Biblia?). La escena, completada por un tocadiscos metido en una caja y apoyado en el espejo, sugiere tanto el inicio como el final de una noche de vicios y ternuras.
Su arenosa balada se llena del aire inconfundible del Ennio Morricone de los spaghetti westerns tapizado con la frágil voz de Isobel y el aguardientoso timbre de Mark. Es un contraste chocante que despierta reservas, pero al que la escucha entregada de las canciones disipa los temores iniciales. Pop desértico y blues underground se citan sin sobresaltos, aunque la más instrumentista Isobel parece arrimarse más y adaptarse mejor al territorio musical de Lanegan, tipo más ligado a los paisajes del desierto, que exploró junto a la tropa de Queens of the Stone Age en diferentes proyectos y episodios.
El disco se inicia al trote de sus títulos de crédito (Deus Ibi Est) y enseguida explora el paisaje de pueblos solitarios (The false husband) a la hora de la siesta. La fragilidad vocal de Isobel convierte algunas bellas canciones (Revolver, Dusty wreath) en los cortes más melódicos con presencia femenina que recuerdan a scores como los de La muerte tenía un precio; y otras veces sale a la superficie el espíritu de Tom Waits (Ramblin’ man) reencarnado en Lanegan, quien se permite ser sorprendentemente alegre (Honey child what can I do?) y cierra el álbum con una nostálgica despedida tan bella como doliente (The circus is leaving town).
Dice el rudo y enigmático solista que no es el tipo "triste y atormentado que parece por sus canciones". Perfecto, Mark, que tu alegría no se desvanezca.
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